jueves, 7 de marzo de 2013

SIMBOLISMOS BORROSOS


SIMBOLISMOS BORROSOS



Dentro del libro  EL MALESTAR DE LA DEMOCRACIA Editorial Crítica. 2008 de V. Pérez-Díaz, he analizado el capítulo 4 de la obra, donde el autor parte de del concepto “imaginario social” que debemos considerarlo como una herramienta de interpretación y de conocimiento de la realidad social. Esta interpretación puede ser individual o grupal. El imaginario social está compuesto de teorías y simbolismos. Estos últimos, referidos a la idea de símbolo, es decir, aquellos que conectan una palabra o imagen asociada, y que no pueden ser considerados como algo estático, ya que crecen y evolucionan a partir de otros, a través de pensamientos que indican conceptos. Los símbolos, pues, se extienden entre la gente, crecen en significado y, como hemos indicado, se desarrollan.

El autor habla de simbolismos borrosos, ahí coloca a los políticos, y los sitúa en una línea invisible, tratando de prevenir a los ciudadanos con una serie de herramientas para manejar esa borrosidad, en concreto los de dominación de la clase política, que tiende a beneficiarse de esa falta de concreción y de la retórica que envuelve todo lo político.

La borrosidad de los símbolos políticos se manifiestan en múltiples aspectos. Los vamos a analizar.  

Orden, autoridad y buen gobierno a cambio de obediencia, pudiendo crear en la población una serie de convicciones necesarias de permanencia en ese sistema, pudiendo generar, en determinadas ocasiones, hasta una especie de entusiasmo hacia el propio poder, un convencimiento de que, sin ese poder, todo sería una caos.  

V. Pérez-Díaz mantiene que el estado moderno democrático hereda y hace suya la pretensión de un poder soberano, y que graciosamente concede a los ciudadanos una serie de derechos civiles y humanos, que se plasman en un contrato social, surgiendo, de esta forma, un nuevo componente de ambigüedad, que proviene de la contradicción entre la propia soberanía y esos límites, reflejándose en las narrativas sobre la fundación de naciones, en la elaboración de constituciones y en los contratos sociales.

Este contrato social estructura las relaciones entre gobernantes y ciudadanos. Las constituciones dan forma a esos contratos, formando un entramado constitucional con una carga simbólica muy alta, al manifestar y al tiempo disimular que ese texto constitucional es el resultado de una negociación entre el estado y la sociedad, y seguirá siendo el resultado de una reinterpretación continua de esa negociación en el futuro.

En los estados modernos democráticos el poder político implica siempre la inserción del poder en el contexto de planes y programas orientados a la eutaxia de la sociedad. Una parte del todo social puede proponer a la otra esos planes y programas. La eutaxia es la relación entre los planes y programas vigentes en una sociedad política en un momento dado y el proceso efectivo real en el que dicha sociedad se desenvuelve. Y para conseguirlo  se nutre de burocracias eficaces, del poder militar, un poder retributivo, infraestructuras, medios de comunicación, servicios, etc. El estado puede llegar a manipular e influir el espacio público a través de medios de comunicación afines. Con todo, en ocasiones, el grado de coherencia del estado, suele estar inmerso en lo que el autor denomina ceremonia de la confusión, donde no se produce concordancia de ese orden.

El estado también debe reservarse de un margen de discrecionalidad, la de ser impredecible. Para ello tiende a reorganizarse y al cambio. Se apoya en una legislación y reglamentaciones, actos administrativos que nos dejan entrever que, bajo ese aparente orden existe otro de desorden, que la maquinaria es compleja pero que se encuentra coordinada.

La política democrática tiene un lenguaje político. Lo más importante de ese lenguaje no es tanto su contenido denotativo como su elocución, la manera de hablar para expresar conceptos, el modo de elegir y escribir los pensamientos y las palabras en los discursos. Proporcionan etiquetas para involucrar a los ciudadanos en la vida política, y aumentar la dependencia respecto a los políticos, esos que desempeñan su papel a la hora de pronunciarlas en los escenarios adecuados.

Otro aspecto que se analiza es el de los mesogobiernos, es decir, los poderes regionales o autonómicos que se implementan, en principio, dando un enfoque como si de una cesión de poder se tratara, cuando en verdad encierran un nuevo poder más, que acoge a nuevas élites, esta vez de tipo regional o local, que asumen unas competencias cedidas o delegadas, y que se mueven con los mismos parámetros que el estado central. Se corre, en determinados casos, el riesgo de frentes nacionalistas que, caso de prosperar, constituirían un nuevo estado, cargado de los mismos simbolismos borrosos.

Se hace referencia a los grupos económicos y sociales a los que el estado acude para la resolución de problemas. Para V. Pérez-Díaz esa relación triangular, formada por el estado, socios y ciudadanía, tiende a debilitar las relaciones entre la población, los grupos de interés en cuestión y el propio estado. Al mismo tiempo, es conveniente señalar que, como observamos, y éste es un tema ampliamente debatido, la financiación de esos grupos, corre a cargo, principalmente, de los presupuestos generales del estado, con lo que la independencia y autonomía, en aspectos de interés para los ciudadanos, deja mucho que desear, pudiendo llegar a cuestionarse el propio papel de los propios grupos económicos y sociales.

La creación del llamado estado de bienestar, fue la respuesta de las democracias occidentales, ante el  modelo definido por los países comunistas que, no olvidemos, en los primeros años posteriores a la segunda de las grandes guerras, gozaron de un fuerte crecimiento económico. El autor comenta que el estado se ha ido apropiando históricamente de conceptos que eran propios de un escenario público social más que político estatal. Sea como fuere, ésta es una exigencia de la sociedad, en tiempos actuales, que más se demanda en tiempos de crisis económica, y  a la que el estado deberá dar respuesta con mayor urgencia. Tal vez en este punto sea donde un mayor esfuerzo deberá realizar al haber cobijado esos sentimientos de apego de lo social con lo político, y haber acostumbrado a la población a estar cobijada bajo el paraguas de la protección. El futuro, el mañana, es lo que mayor incertidumbre genera en las personas.  

Por último, las campañas electorales, el llamamiento al voto, la identificación con el pueblo protagonista, referente de la acción de los políticos. Estamos ante la fiesta de la democracia, el día en el que nos sentimos algo más cuando caminamos a la urna mágica donde depositamos la fe y la esperanza en el mañana.

La comunicación política tiene una característica básica: siempre es negativa. Las campañas electorales y los mensajes políticos, siempre se montan sobre la base de unas propuesta propias y programas que difícilmente pueden cumplirse, pero, fundamentalmente, para contrarrestar los programas del oponente, por lo que poco pueden aportar a los ciudadanos desde un punto de vista constructivo.

Este capítulo me ha hecho reflexionar en muchos aspectos. Hoy todo se cuestiona y esa crítica siempre es bienvenida. Hoy y no ayer. ¿Si no viviéramos una profunda crisis económica nos cuestionaríamos los simbolismos borrosos? ¿No sería igual de injusta, por citar un ejemplo, una ley decimonónica hipotecaria, que estaría en vigor, si los vientos económicos fueran favorables, y no se produjera, por ende, la peregrinación de desahuciados pidiendo justicia, y su derecho fundamental y constitucional a la vivienda? ¿No es la sociedad también responsable? ¿No estamos ante una situación que es consecuencia de la falta de valores y principios éticos en la sociedad? ¿No vivimos en una sociedad en que lo que prima es el espectáculo?

Y al mismo tiempo, las diferencias cada vez son mayores.

El cuestionamiento de los símbolos, bajo mi punto de vista, también sería razonable que se realizara en momentos de mayor estabilidad. Sí, ya sé que las revoluciones, su propio concepto, siempre implican ruptura violenta con lo anterior. El mundo ha cambiado. Todos hemos cedido competencias a organismos supranacionales porque así lo hemos decidido. También debemos ser consecuentes con nuestras propias decisiones, salvo que cuestionemos también el propio procedimiento de decisión, y entremos en una espiral que nos lleve a ninguna parte o caminos de difícil salida.

¿He contribuido yo a la existencia de los simbolismos borrosos?

Creo que sí. Como todos. Soy responsable. Tal vez a muchos le falte realizar ese propio ejercicio de responsabilidad, para tener, de estar forma, una visión más real y poder implementar unas soluciones también más reales. O no, no lo sé.

¿No estaremos ante la propia evolución de los propios símbolos?

Pero los ciudadanos necesitamos, cada vez más, respirar…




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