Es indudable que la clase social ha jugado un papel
muy relevante en el proceso democrático español, fundamentalmente en lo que se
refiere a la estabilidad del proceso político de la transición de la dictadura
a la democracia. Las bases sociales determinaron que el protagonismo político
recayera principalmente en los sectores jóvenes y moderados del régimen y de la
oposición, aun cuando en el ámbito sindical, prevaleciera el sindicato que
desplegó más virulencia hacia el sistema político y laboral del franquismo. El
triunfo de CC.OO. no fue extrapolable al ámbito político, dándose paso a un
sistema de partidos de pluralismo limitado, quedando aparcadas las posiciones
de partidos más radicales.
Este pluralismo limitado sentó las bases de una
modernización entendida como el tránsito de una sociedad encorsetada por la
dictadura a una sociedad moderna, en la que el sistema político es el
democrático, instrumento de integración social y de intereses, al que
contribuyeron todos los grupos sociales, cediendo parte de sus postulados de
cara a esa concertación que, aunque no decisiva en términos económicos, sí tuvo
efectos en términos políticos, en concreto, en el mutuo reconocimiento y
legitimación de las partes, en el proceso de constitución e
institucionalización de los nuevos actores políticos y sociales.
Frente al conflicto, consenso.
En el ámbito sindical, las organizaciones sindicales
asumieron unos costes derivados de la consecución de esos objetivos
innegociables: superación de la crisis económica, la consolidación de la
democracia y la construcción de un nuevo marco de relaciones laborales.
Tras el consenso, conflicto.
Es consecuencia de la implementación de una política
económica de tinte socialdemócrata, que choca con los planteamientos de su
sindicato UGT, que hasta ese momento se había posicionado con el gobierno
socialista, sin obtener un rédito sustancial, abriéndose planteamientos o
perspectivas de clase, entre ambas formaciones,
que conducen a la huelga general de diciembre de 1988.
La oposición al gobierno socialista la establece,
más que el Partido Popular, todavía en los inicios de su cambio estratégico,
los sindicatos UGT y CC.OO. que demandan y obtienen importantes medidas de tipo
redistributivo, que garantizan el estado de bienestar, sin ninguna
contraprestación por su parte. No olvidemos que el gobierno socialista tiene
que hacer frente a importantes casos de corrupción política, recesión
económica, desempleo, etc.
Se abre por tanto una perspectiva de clase, propia
del estado en la sociedad capitalista siguiendo la tradición del pensamiento
marxista. Frente a la idea pluralista de la estabilidad y el consenso, como
elementos constitutivos de los sistema democráticos, la teoría marxista afirma
justo lo contrario: la lucha de clases y las crisis económicas son situaciones
normales dentro del capitalismo, los sindicatos constituyen la garantía última
de defensa de los trabajadores así como depositarios finales de la legitimidad
frente a las oscuras alianzas de empresarios, partidos, gobiernos, siempre
dispuestos a servirse de la política para satisfacer intereses espurios.
La polarización a la que podía conducir este
planteamiento se fue suavizando como consecuencia de la consolidación del
estado del bienestar. Vamos a asistir a la sustitución del partido de clase por
el partido de masas. Se entiende, desde esta perspectiva, que el partido
socialista mantuviera un volumen de votos parecido entre 1986 y 1996, pese al
desgaste de la tarea de gobierno, al conseguir reemplazar los votantes del
ámbito de la producción y el mercado de trabajo, por otros nuevos procedentes
de la política del bienestar. Un partido de masas tiene un carácter altamente
no ideológico, que aspira a conquistar el poder representando a amplios y
heterogéneos sectores del electorado. Esto no debe llevarnos a pensar que la
clase social sea irrelevante, sino que hoy la clase no puede ser completamente
representada por medidas únicas. El comportamiento político y electoral es un
fenómeno más complejo y, por ello, es
necesario indagar en ámbitos distintos del económico y material.
La política del gobierno socialista profundizó, en
lugar de las reformas, en saldar la deuda social, satisfaciendo los intereses
de los adultos frente a los de los jóvenes, con la aparición de los contratos
basura con la reforma laboral de 1994. En este punto podríamos hablar que el
conflicto político no se ajusta a la confrontación tradicional de clases. La
idea es la de una cambio intergeneracional de valores, los más jóvenes se
inclinarían por valores que pondrían menor empeño en la seguridad económica,
mientras que los mayores seguirían anclados en los valores tradicionales. Los
votantes socialistas cambiaron de edad, son los jubilados y amas de casa su
lecho de votos a costa del voto de los jóvenes.
Este cambio intergeneracional, junto con el
desempleo galopante, la recesión económica, la corrupción, el incumplimiento de
los parámetros para la integración en la unión monetaria, disponen a la llegada
del Partido Popular. El primer gobierno, alcanza el poder con un voto clasista,
establece una línea de diálogo social y de acuerdos con partidos nacionalistas,
obligado por su insuficiente mayoría, y se propone como punto fundamental de su
actuación, el cumplimiento de las exigencias marcadas para la integración en la
unión monetaria. Con los sindicatos acuerda la reforma de las pensiones y la
reforma laboral. Nuevamente asistimos a una política de consenso y
concertación. La política económica cabalga por la línea de la desinversión de
las participaciones del Estado en empresas hasta ese momento “banderas” de la
marca España.
Un nuevo desacuerdo con los sindicatos de clase y,
fundamentalmente, la implicación en la guerra de Irak, provocó un giro del voto
y una recomposición del electorado. En este punto, mi posición, es que los
partidos políticos tienen un colchón de votantes que poco va a cambiar por muy
disparatadas que puedan ser las políticas que implementen. Esto puede obedecer
a distintos motivos, bien generacionales, psicológicos, etc. . Pero hay una
parte del electorado, el que generalmente decide, que se moviliza, a favor de
uno u otro partido, en función de programas, intereses, accidentes y escándalos
políticos.
Hoy asistimos a otro tipo de clase social. La línea
de clases marxista, aún manteniéndose, se ve superada por otros criterios más
amplios. Cada vez se mide más la acción de los gobiernos en términos de
eficacia y conveniencia. Eficacia por la irrupción de una clase media cada vez
más creciente; y, conveniencia, por la existencia de un mayor número de
jubilados y pensionistas que abarcan la tercera parte del electorado y que anda
preocupada por las políticas que inciden en el estado del bienestar.
La eficacia, tal vez ese sea su problema, no es
medible en términos objetivos, sino en función de la percepción de los actores
sociales. La legitimidad tradicional de los gobiernos ya no resulta válida:
depende de la eficacia en la respuesta en las nuevas necesidades ciudadanas.
Esas nuevas necesidades y también las carencias que
implican la aplicación de políticas restrictivas, se canalizan a través de una
serie de actores que instarán a un nuevo proceso de cambio social. En esos
grupos se produce una mezcolanza de clases sociales que tratarán, mediante la movilización
social, la defensa de sus posiciones y el reconocimiento de sus derechos
sociales, pero corren el riesgo de que irrumpan en su seno actores politizados
que se movilicen en función de sus intereses partidistas, cuando ha quedado
suficientemente acreditado que, cuando estuvieron en el gobierno, sus intereses
caminaron por derroteros diferentes a los que hoy proclaman y defienden en el
seno de esos nuevos actores sociales.
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