Siempre
me he preguntado de qué pasta están hechos los fotoperiodistas, qué vacuna les
ha sido inoculada para preservarlos del horror que el mundo, cada día con más
inquina, les pone a su disposición para ser captados por sus cámaras
fotográficas.
En
la vida de James Nachtwey la guerra de Vietnan supuso un punto de inflexión.
Las imágenes de ese conflicto le conducen a un replanteamiento de vida, quiere
ser fotógrafo y dar testimonio de la historia, pero no de una forma más o menos
académica, sino reflejando las emociones reales de la gente normal, las que
nacen como consecuencia de la violación sistemática de los códigos normales de
comportamiento que, como consecuencia del conflicto, quedan derogados, siendo
los ojos de James Nachtwey los que dan luz a las víctimas de las injusticias y,
sus instantáneas, voz a los que padecen las violencias innecesarias.
Esa
maravillosa vacuna es la que nos posibilita sentir las emociones
que se derivan del trabajo previo de denuncia de Nachtwey, conocer la vida de
los que viven entre las vías de un tren en Yakarta (Indonesia), los vertederos
de basura donde, en las arenas movedizas de la mugre, los niños apagan su
infancia hurgando en la basura, conviviendo con el hedor que desprende las
desigualdades del mundo y los propios de la bazofia.
Con
sus fotografías Nachtwey logra convencer e impactar a la gente, nos convierte en parte del
problema, nos quita la venda que nos ponen y/o nosotros mismos colocamos,
para que no podamos dejar de sentir por el simple hecho de no convivir en el
lugar de la tragedia.
Lo que James Nachtwey hace con el fotoperiodismo es una
apuesta decidida por los sentimientos y es que sin emociones y pasiones el bendito oficio del periodismo carecería de sentido.
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