SIMBOLISMOS BORROSOS
Dentro del
libro EL MALESTAR DE LA DEMOCRACIA
Editorial Crítica. 2008 de V. Pérez-Díaz, he analizado el capítulo 4 de la obra,
donde el autor parte de del concepto “imaginario social” que debemos
considerarlo como una herramienta de interpretación y de conocimiento de la
realidad social. Esta interpretación puede ser individual o grupal. El
imaginario social está compuesto de teorías y simbolismos. Estos últimos,
referidos a la idea de símbolo, es decir, aquellos que conectan una palabra o
imagen asociada, y que no pueden ser considerados como algo estático, ya que
crecen y evolucionan a partir de otros, a través de pensamientos que indican
conceptos. Los símbolos, pues, se extienden entre la gente, crecen en
significado y, como hemos indicado, se desarrollan.
El autor habla
de simbolismos borrosos, ahí coloca a los políticos, y los sitúa en una línea
invisible, tratando de prevenir a los ciudadanos con una serie de herramientas
para manejar esa borrosidad, en concreto los de dominación de la clase
política, que tiende a beneficiarse de esa falta de concreción y de la retórica
que envuelve todo lo político.
La borrosidad
de los símbolos políticos se manifiestan en múltiples aspectos. Los vamos a
analizar.
Orden,
autoridad y buen gobierno a cambio de obediencia, pudiendo crear en la
población una serie de convicciones necesarias de permanencia en ese sistema,
pudiendo generar, en determinadas ocasiones, hasta una especie de entusiasmo
hacia el propio poder, un convencimiento de que, sin ese poder, todo sería una
caos.
V. Pérez-Díaz
mantiene que el estado moderno democrático hereda y hace suya la pretensión de
un poder soberano, y que graciosamente concede a los ciudadanos una serie de
derechos civiles y humanos, que se plasman en un contrato social, surgiendo, de
esta forma, un nuevo componente de ambigüedad, que proviene de la contradicción
entre la propia soberanía y esos límites, reflejándose en las narrativas sobre
la fundación de naciones, en la elaboración de constituciones y en los
contratos sociales.
Este contrato
social estructura las relaciones entre gobernantes y ciudadanos. Las
constituciones dan forma a esos contratos, formando un entramado constitucional
con una carga simbólica muy alta, al manifestar y al tiempo disimular que ese
texto constitucional es el resultado de una negociación entre el estado y la
sociedad, y seguirá siendo el resultado de una reinterpretación continua de esa
negociación en el futuro.
En los estados
modernos democráticos el poder político implica siempre la inserción del poder
en el contexto de planes y programas orientados a la eutaxia de la sociedad.
Una parte del todo social puede proponer a la otra esos planes y programas. La
eutaxia es la relación entre los planes y programas vigentes en una sociedad
política en un momento dado y el proceso efectivo real en el que dicha sociedad
se desenvuelve. Y para conseguirlo se
nutre de burocracias eficaces, del poder militar, un poder retributivo,
infraestructuras, medios de comunicación, servicios, etc. El estado puede
llegar a manipular e influir el espacio público a través de medios de
comunicación afines. Con todo, en ocasiones, el grado de coherencia del estado,
suele estar inmerso en lo que el autor denomina ceremonia de la confusión,
donde no se produce concordancia de ese orden.
El estado
también debe reservarse de un margen de discrecionalidad, la de ser
impredecible. Para ello tiende a reorganizarse y al cambio. Se apoya en una
legislación y reglamentaciones, actos administrativos que nos dejan entrever
que, bajo ese aparente orden existe otro de desorden, que la maquinaria es
compleja pero que se encuentra coordinada.
La política
democrática tiene un lenguaje político. Lo más importante de ese lenguaje no es
tanto su contenido denotativo como su elocución, la manera de hablar para
expresar conceptos, el modo de elegir y escribir los pensamientos y las
palabras en los discursos. Proporcionan etiquetas para involucrar a los
ciudadanos en la vida política, y aumentar la dependencia respecto a los
políticos, esos que desempeñan su papel a la hora de pronunciarlas en los
escenarios adecuados.
Otro aspecto
que se analiza es el de los mesogobiernos, es decir, los poderes regionales o
autonómicos que se implementan, en principio, dando un enfoque como si de una
cesión de poder se tratara, cuando en verdad encierran un nuevo poder más, que
acoge a nuevas élites, esta vez de tipo regional o local, que asumen unas
competencias cedidas o delegadas, y que se mueven con los mismos parámetros que
el estado central. Se corre, en determinados casos, el riesgo de frentes
nacionalistas que, caso de prosperar, constituirían un nuevo estado, cargado de
los mismos simbolismos borrosos.
Se hace
referencia a los grupos económicos y sociales a los que el estado acude para la
resolución de problemas. Para V. Pérez-Díaz esa relación triangular, formada
por el estado, socios y ciudadanía, tiende a debilitar las relaciones entre la
población, los grupos de interés en cuestión y el propio estado. Al mismo
tiempo, es conveniente señalar que, como observamos, y éste es un tema
ampliamente debatido, la financiación de esos grupos, corre a cargo,
principalmente, de los presupuestos generales del estado, con lo que la
independencia y autonomía, en aspectos de interés para los ciudadanos, deja
mucho que desear, pudiendo llegar a cuestionarse el propio papel de los propios grupos
económicos y sociales.
La creación
del llamado estado de bienestar, fue la respuesta de las democracias
occidentales, ante el modelo definido
por los países comunistas que, no olvidemos, en los primeros años posteriores a
la segunda de las grandes guerras, gozaron de un fuerte crecimiento económico.
El autor comenta que el estado se ha ido apropiando históricamente de conceptos
que eran propios de un escenario público social más que político estatal. Sea
como fuere, ésta es una exigencia de la sociedad, en tiempos actuales, que más
se demanda en tiempos de crisis económica, y
a la que el estado deberá dar respuesta con mayor urgencia. Tal vez en
este punto sea donde un mayor esfuerzo deberá realizar al haber cobijado esos
sentimientos de apego de lo social con lo político, y haber acostumbrado a la
población a estar cobijada bajo el paraguas de la protección. El futuro, el
mañana, es lo que mayor incertidumbre genera en las personas.
Por último,
las campañas electorales, el llamamiento al voto, la identificación con el
pueblo protagonista, referente de la acción de los políticos. Estamos ante la
fiesta de la democracia, el día en el que nos sentimos algo más cuando
caminamos a la urna mágica donde depositamos la fe y la esperanza en el mañana.
La
comunicación política tiene una característica básica: siempre es negativa. Las
campañas electorales y los mensajes políticos, siempre se montan sobre la base
de unas propuesta propias y programas que difícilmente pueden cumplirse, pero,
fundamentalmente, para contrarrestar los programas del oponente, por lo que
poco pueden aportar a los ciudadanos desde un punto de vista constructivo.
Este capítulo
me ha hecho reflexionar en muchos aspectos. Hoy todo se cuestiona y esa crítica
siempre es bienvenida. Hoy y no ayer. ¿Si no viviéramos una profunda crisis
económica nos cuestionaríamos los simbolismos borrosos? ¿No sería igual de
injusta, por citar un ejemplo, una ley decimonónica hipotecaria, que estaría en
vigor, si los vientos económicos fueran favorables, y no se produjera, por
ende, la peregrinación de desahuciados pidiendo justicia, y su derecho
fundamental y constitucional a la vivienda? ¿No es la sociedad también
responsable? ¿No estamos ante una situación que es consecuencia de la falta de valores
y principios éticos en la sociedad? ¿No vivimos en una sociedad en que lo que
prima es el espectáculo?
Y al mismo
tiempo, las diferencias cada vez son mayores.
El
cuestionamiento de los símbolos, bajo mi punto de vista, también sería
razonable que se realizara en momentos de mayor estabilidad. Sí, ya sé que las
revoluciones, su propio concepto, siempre implican ruptura violenta con lo
anterior. El mundo ha cambiado. Todos hemos cedido competencias a organismos
supranacionales porque así lo hemos decidido. También debemos ser consecuentes
con nuestras propias decisiones, salvo que cuestionemos también el propio
procedimiento de decisión, y entremos en una espiral que nos lleve a ninguna
parte o caminos de difícil salida.
¿He
contribuido yo a la existencia de los simbolismos borrosos?
Creo que sí.
Como todos. Soy responsable. Tal vez a muchos le falte realizar ese propio
ejercicio de responsabilidad, para tener, de estar forma, una visión más real y
poder implementar unas soluciones también más reales. O no, no lo sé.
¿No estaremos
ante la propia evolución de los propios símbolos?
Pero los
ciudadanos necesitamos, cada vez más, respirar…